Cuando las piezas no encajan (y por qué deberías emocionarte con eso).


—Papá, faltan piezas... pero lo voy a terminar igual.

Eso dijo Olivia mientras yo intentaba convencerla de que no valía la pena.

El rompecabezas estaba viejo, roto, incompleto. 

Faltaban mínimo cinco piezas, todas importantes
(una era la cara de un tigre, para que te hagas una idea).

Pero ella, en lugar de frustrarse, empezó a dibujar con papel y lápices las piezas que faltaban. Las recortó, las pintó y las encajó donde iban. 

No pegaban perfecto, pero encajaban en su mundo.


Y cuando terminó, me dijo...

—Ahora está completo.


Yo me quedé callado. 

Pensé... «Joder, esta niña entendió algo que a mí me costó media vida».


Porque yo antes era de los que buscaban encajar a la fuerza con lo que ya venía hecho. 

Me creía original, pero escribía como un manual de impresora. 

Quería vender, pero sin tocar una emoción. Frío. Técnico. Sin alma.

Y claro, no conectaba con nadie.

Ni con padres, ni con madres, ni con perros. Cero.

Hasta que entendí que la única forma de que alguien se quede leyendo, es que sienta algo. Que se vea en ese rompecabezas incompleto. Que diga «a mí también me pasa».

No le dije a Olivia «qué inteligente sos». Le dije «Buscaste una solución cuando parecía imposible. Eso es lo que hacen los que logran cosas grandes».

Y eso, justamente eso, es lo que intento hacer con cada palabra que escribo. Que alguien del otro lado diga: «Eso que estás contando, me pasa a mí».

Si logro eso, voy bien.

Si no, voy muerto.