La sala estaba impecable.
Demasiado.
Recién ordenada, recién aspirada, recién olida a “casa de Pinterest” gracias a una vela que costaba lo mismo que una cena para dos.
Y en ese contexto de postal, llegaron los primos.
Tres.
Dos con mocos.
Uno con ganas de romper todo.
Ahí estaba Oli, firme como sargento en medio del salón, custodiando sus juguetes como si fueran lingotes de oro. No quería compartir ni un bloque, ni una ficha, ni un peluche.
Yo vi venir el quilombo.
Pero ese día venía de una racha buena.
Me sentía con autoridad.
Con ganas de educar.
Con ganas de corregir.
Así que fui con todo.
—Compartir es importante, Oli. No seas egoísta. No está bien lo que estás haciendo.
Ni me miró.
Seguí...
—Tus primos son pequeños. Tienen derecho a jugar también. Hay que aprender a ser generosa.
Silencio.
Me calenté.
—Te estoy hablando bien. Si no cambias la actitud, guardo todo.
Ahí sí reaccionó. Pero no como yo quería.
Se cruzó de brazos, los ojos llenos de lágrimas y un susurro-queja:
—Entonces no quiero jugar con nadie.
Y se fue.
¡Listo!.
De tener un salón lleno de niños jugando, pasamos a tener una casa tensa, con un adulto frustrado, tres primos decepcionados y una niña atrincherada en el baño.
El resultado fue peor que el punto de partida.
Y todo por querer corregir sin entender primero.
Sin validar.
Sin construir antes de tocar.
Aprendí ese día que algunas cosas se dicen mejor con elogios que con advertencias.
Y que si vas de juez, terminas con el juicio perdido.