Todo empezó bien.
Cena de viernes. Olivia y yo.
Pizza familiar, película de Pixar y dos servilletas hechas polvo que usábamos para todo, boca, manos, mesa y dignidad.
Hasta ahí, perfecto.
Pero entonces, llega ese momento. "El momento".
Quedaba un solo pedazo.
Yo no tenía hambre.
Pero tampoco pensaba regalarlo.
Era mío.
Me lo había ganado.
Había trabajado toda la semana, había resuelto marrones, había sobrevivido un día más a Montevideo.
Entonces lo agarré sin preguntar.
Así, rápido. Como si nadie estuviera mirando.
—Papá —me dijo—, yo iba a pedirlo. Pero no importa.
Y volvió a mirar la pantalla.
La frase parecía inocente. Pero fue como una hostia en el pecho.
Pasaron los días y empecé a notar cosas.
Ya no preguntaba si podía tomar el jugo. Lo servía.
No pedía permiso para usar mi portátil. Lo abría.
No avisaba si quería cambiar de canal. Lo cambiaba.
Y claro, yo me calentaba.
—Che, ¿no piensas pedir permiso para nada?.
Y me clavó la respuesta más letal que he escuchado en mi vida...
—Como vos con la pizza.
Listo. K.O.
Ese día entendí que los niños no hacen lo que les decimos.
Hacen lo que ven.
Replican.
Absorben.
Y si tú enseñas que las reglas son para los demás, ellos aprenden que pueden patear puertas en vez de abrirlas con respeto.
A veces, un «¿puedo?» salva más que mil charlas.
Pero claro… yo lo aprendí tarde.
Porque quise ganar con una porción de pizza, y terminé perdiendo algo más grande...
...mi ejemplo.