Lo dijo con esa voz de niña que no te deja opción.
Bueno, ahí estaba, un adulto con dos litros de mate encima y mil cosas en la cabeza, sentado en una silla que parecía diseñada para castigar la dignidad.
Olivia me miraba seria.
Llevaba un cuaderno, un boli mordido y unas gafas de juguete que le daban un aire de inspectora fiscal.
Y empezó.
—¿Qué color tiene el sol?.
—Amarillo.
—Muy bien, Adrián. Muy bien.
Cada respuesta era un premio, una celebración.
Yo era el jodido Messi del preescolar.
Ese rato fue oro.
Risas, miradas, orgullo.
Y entonces… me volví imbécil.
Al día siguiente le dije... «Hoy no puedo, tengo que trabajar».
Y al otro. Y al otro.
Tres días después, vino con su cuaderno y sus gafas de mentira, pero ya no tenía esa emoción en la cara.
—¿Jugamos a la maestra?
Y antes de que pudiera responder, ya me había dicho:
—No importa, ya sé que estás ocupado.
Me lo dijo con una sonrisa tan pequeña que me dolió más que un portazo.
Lo había cagado todo. Lo entendí.
No era el juego.
Era ella diciéndome «Papá, quiero que me mires solo a mí».
Y yo, por listo, me lo perdí.
Si quieres conectar con alguien, mírale como si fuera lo único que existe por un rato.
Aunque estés roto, estresado o lleno de tareas.
Mírale.
Eso vale más que cualquier regalo.
Más que cualquier discurso.
Más que cualquier excusa.
Y si no lo haces, el precio lo pagas después...
...con intereses.