Eso gritó Olivia, con los ojos inundados y el dedo acusador apuntando a una caja de cereales con un tigre gigante.
Y yo, como un imbécil, pensé: «¿Todo esto por un jodido tigre?».
Iluso.
Era sábado, íbamos con prisa en el super, y ya teníamos cereales en casa. De esos que nadie quiere, claro, pero técnicamente, cereales.
Dije que no.
Maldito el momento.
Se tiró al suelo, empezó el show...
Gente mirando.
Una señora susurró «ay, estos padres de ahora», y a mí me empezó a subir la sangre como si estuviera a punto de pelearme en la fila con un culturista.
Entonces hice lo que hacen los padres sin manual,...la cagué.
Primero el clásico: «¡Cálmate ya!».
Nada.
Luego el chantaje: «Si no te calmas, no hay tablet».
Menos.
Y entonces el error final,...la indiferencia.
Le di la espalda y me puse a mirar yogures como si estuviera decidiendo el futuro de la humanidad entre uno con proteínas y uno con bífidus.
El berrinche fue a más.
La gente ya no susurraba.
Grababan. Con el móvil en mano. Para TikTok, para enviárselo a su cuñado, o para juzgar mejor en el grupo de WhatsApp de madres sin pelotas.
Y ahí, en medio del caos, entendí que yo había empezado el día con una hija feliz que quería un tigre,... y lo estaba terminando con una niña destrozada que pensaba que su padre no la quería.
Todo por no parar y preguntar «¿Qué estás sintiendo, Oli?».
Cuando por fin lo hice —tarde, pero lo hice—, entre mocos y sollozos me dijo...
—Quiero cosas bonitas… y tú no me entiendes.
Y me sentí una mierda de persona.
Lo bueno,... ahora sé que si le enseño a ponerle nombre a eso que le revuelve por dentro, no va a romperse cuando alguien le diga que no.
Porque no era por el tigre. Nunca lo es.
Era frustración. Era sentirse incomprendida. Y era miedo.
Nombrar la emoción. Ahí está el poder.
Y no lo dice solo Harvard. Lo dice una caja de cereales.