«¡No quiero bañarme nunca más!»


Ahí empezó la guerra.

Yo venía de un día de mierda. 

De esos que no terminas, sino que sobrevives. 

Y justo cuando piensas que lo peor ya pasó, escuchas a tu hija declararte la independencia con un pijama de Frozen y los pies sucios como si viniera de patear en el barro de Woodstock.

¿Qué hice?.

Lo que hace todo adulto emocionalmente agotado con un mínimo de ego,...

...le solté el discurso. 

Que si hay que bañarse todos los días. Que si las bacterias. 

Que si o te metes o te meto yo. 

Y claro, lloró.

Al día siguiente, más de lo mismo.

Y al otro también.

De pronto, lo que antes era un trámite de 10 minutos se convirtió en una batalla campal diaria. 

Yo, cada noche más tirano. 

Ella, cada noche más rebelde. 

Dos idiotas repitiendo el mismo guion esperando un final distinto.

Hasta que un día, con más resignación que sabiduría, le dije...

—A ver, Olivia… ¿qué podemos hacer para que esto no sea un drama?.


Y ella, sin pensarlo demasiado:

—Juguetes nuevos. Y música.


Listo.


Adentro toda la colección de muñecos de la familia de Bluey y una lista de Spotify después. Olivia se baña cantando y yo tomo mate mientras tanto.

Querido padre... la dictadura se paga:

A veces en sangre, a veces en gritos a las nueve de la noche con el jabón en la mano. 

Pero se paga. 

En cambio, cuando te sientas como si fueras su consultor y no su jefe, te das cuenta de que hasta las guerras más tontas se pueden evitar si escuchas antes de mandar.

Y además, duermes mejor. 

Que tampoco es poca cosa. :)