«Papá… este no era el disfraz de Elsa».


Eso fue lo primero que me dijo Olivia, con una mezcla de decepción, tristeza y ese tono que usan los hijos cuando se dan cuenta de que su padre no es un superhéroe, sino un boludo con buena intención.

Situación: Fiesta temática en el jardín.

Ella ilusionada. Yo también.

Me ofrecí a buscarle el disfraz. 

Hasta me sentí orgulloso,... «Esta vez no se me escapa ni un detalle», pensé.

Me metí en una tienda online, busqué rápido, vi uno de unicornio brillante, colores, tul, lentejuelas, todo el combo. «Es este, seguro que le encanta».

Comprar. Confirmado. Me sentí el puto amo de la paternidad.

(Spoiler: no era el de Elsa).

El día de la fiesta se lo di y fue como pincharle un globo. 

Su carita se cayó como bolsa de supermercado rota. 

Y ahí empezó la debacle. 

Mi ego herido, su desilusión, mi impulso de justificarme («pero es hermoso», «te queda divino»), y el intento de que no notara que me quería meter en una alcantarilla y cerrar la tapa.

Pero no lo hice. 

Me agaché a su altura. 

Le pedí perdón. 

Le dije que me equivoqué. 

Que quise hacerlo bien, pero fallé. 

Que entendía que estuviera triste.

Y entonces… fue ella la que me abrazó y me dijo:

—Bueno, no importa. Igual soy mágica.


Ese día no aprendió sobre disfraces. 

Aprendió sobre cómo se maneja la frustración. 

Y yo, sobre cómo no cagarla tanto la próxima.

La conexión emocional no se construye con perfección. 

Se construye cuando la cagas y tienes los huevos para admitirlo.

Y si puedes hacerlo con tus hijos, también puedes hacerlo con todos.

Sin disfraz. Sin careta. Solo tú.